Blogia

In.Li.Fe.Berlin08

Piedra y madera

merce de luis andrés

 

piedra y madera     

 

I capítulo

 

Venían de una ciudad sencilla y estéril que ya se ha extinguido, llamada Valdecañuelas, en el Cerrato, paraje en el que las lluvias de mayo son frecuentes.

Roberto, el filósofo, había nacido en Santiago de Compostela, aunque no hablaba el gallego. José era nativo del Cerrato, también Álvaro y Virgilio. Los cuatro eran amigos. Álvaro sentía simpatía por José, ambos manejaban un lenguaje parecido, poblado de mitos y sueños, y en verdad José era un soñador, un soñador profesional. Fue Virgilio quien les presentó, pues él, por su oficio de músico, conocía las extrañas conexiones que hacen surgir las coincidencias de la amistad. Virgilio era muy hablador, aunque le encantaba escuchar. Todo el mundo conocía su fama de conversador. Vivía en una casa de piedra, de una planta, con una cocina, en la que destacaba un frigorífico de color naranja. El resto de la casa era de estilo tradicional, fue amueblada por sus padres, hacía mucho tiempo. Tenía un patio, y en el centro del patio había una fuente también de piedra, con figuras de la mitología clásica. Dioses desnudos y diosas desnudas, engarzados en un abrazo de agua. En verano, el suelo del patio se llenaba de margaritas y violetas, en invierno, sólo vivía imperturbable la madreselva. Durante el tiempo de las lluvias, Virgilio abría la puerta del patio, y mientras las gotas repiqueteaban sobre el agua perpetua de la fuente, dibujaba notas musicales en un cuaderno de color blanco. Junto a la cocina, una puerta conducía a otra habitación, donde había una alacena para guardar sus bártulos, y una cama, junto a la ventana. No quería más.

Tampoco el cuarto de estar tenía una decoración innecesaria, todo estaba dispuesto para disfrutar de la vida sencilla. Virgilio sacaba una mesa de la cocina cuando venían a su casa Roberto y José, pues la cocina se quedaba pequeña para tres personas. Las conversaciones que allí tenían lugar eran de lo más variopintas. Virgilio sabía desplegar un abanico de temas de actualidad. Sin embargo, cuando estos tres amigos caminaban solos, cada uno por su lado, apenas lograban divertirse. Así que trataban de compartir juntos el tiempo para que la alegría no se perdiera y ningún minuto se evaporara, como le ocurre a la lluvia cuando cae sobre la madreselva.

Al aproximarse el otoño, Roberto empezó a inquietarse, de nada le valió la calma que inspira por naturaleza el Cerrato llano y sosegado. El motivo de su preocupación era la casa donde vivía, una pequeña cabaña de madera construida con maña pero sin arte, que no dejaba de agrietarse, aquí y allá, en el tejado, en los muros, en las tablas más altas. Despacio, se obligó a reflexionar, necesitaba encontrar una madera resistente y duradera. Así que investigando en los libros de su biblioteca, leyó y razonó. Encontró que existía una región, un lugar al sur de un país del norte, llamado Kaseberga, en Suecia, donde los bosques abundaban en árboles que crecían fuertes y poderosos. Los habitantes se habían servido durante generaciones de la madera del bosque. Vivían en cabañas resistentes a la tormenta y a la nieve. Roberto hizo una pausa en la reflexión, decidió dejar de pensar y lanzar a la acción aquella idea. Como de costumbre, les contó a sus tres amigos la gran revelación. José, el soñador, vio con claridad el plan a seguir. En invierno, todos juntos viajarían a Suecia. Allí debían encontrar la ciudad de Kaseberga.

 

 

 

 

II capítulo

 

A corta distancia de Kaseberga se elevaba una montaña verde. Sobre la hierba eran visibles las piedras más grandes que nadie haya visto jamás, como una persona de altura y tan anchas, como tres personas abrazadas. El promontorio parecía flotar tranquilamente y el azul del mar de la lejanía lo admiraban desde los coches, todos los habitantes que subían a la montaña. Ya fuera primavera, verano, otoño o invierno, las piedras destacaban en el paisaje, ya fuera la nieve sobre la hierba, o un manto de flores amarillas. Todo el mundo peregrinaba hasta estas piedras pensando en la historia que parecían esconder. A pesar de ello, la leyenda del lugar era terrible. En tiempos había sido un observatorio para los soldados y allí se dispusieron cañones antiaéreos contra los aviones enemigos. En los solsticios de invierno y en verano, el conjunto de piedras aparecía cargado de luz solar, pero jamás nadie fue capaz de explicar la feliz coincidencia. El misterio era muy antiguo y hacía tiempo que el lugar había dejado de recordarse por los soldados.

Se acercaba el invierno. Era el momento de viajar a Kaseberga, a Suecia. El vuelo en avión duró cinco horas. Roberto había experimentado un cambio de humor, aunque sus amigos le conocían bien, no le entendían. En sus reflexiones también había una parte negativa, un lado oscuro que ocultó y no dijo. Pero él no se fijo en ellos, sino que continuó callado durante todo el vuelo. Mirando a través de la ventanilla, Roberto veía más allá de las nubes.

En Kaseberga, además del círculo de piedras misterioso, también encontraron con mucha alegría una tradición de los vikingos, el pescado ahumado. Es un arte que requiere un paladar acostumbrado a los sabores fuertes. A la gente le gustaba comprar los trozos de pescado, arenque, caballa, ahumado, salado, especiado. Había una mesa de madera sobre la que se colocaba un barreño de sal y una mesa en donde se extendían las piezas de pescado. El gusto era de agua de mar por eso a la gente le gustaba comerlo, más que por el tipo de ingrediente, ya fuera ahumado, especiado o salado, el agua de mar sabía bien. O eso pensaba la gente. José vio una mesa libre en el merendero, en frente del mar. Cada uno llevaba una bandeja con el pescado y un vaso de agua. Lucía el sol de invierno, la comida al aire libre atrajo a un ejército de avispas. La invasión fue despiadada. Eran avispas soldado. Se lanzaban sobre el plato de plástico con admirable insistencia, no importando los mandobles que les propinaba Álvaro, con su tenedor, ni los improperios que Roberto les dedicaba, invocando a todos los dioses del averno. Sin embargo el día era precioso. José miraba tranquilamente el infinito, donde el mar le devolvía la mirada, y le guiñaba sus ojos de espuma, con olas brillantes sobre la arena. Pero cuando contempló el estropicio causado por sus amigos y las avispas, decidió ayudarles. Los vasos de plástico le sirvieron para acabar con la invasión, volcando uno a uno sobre las avispas. Todos tenían que quedarse quietos en su sitio, pues de lo contrario, las avispas se hubieran inquietado al menor movimiento. Cuando las avispas merodeaban al acecho sobre la mesa de madera, había veces que se acercaban tanto a la comida que Álvaro tenia que dejar el tenedor, y no comer. Parecían muy astutas. Pero se equivocaban. A pesar de que solo ellas tenían alas para levantar el vuelo, casi siempre que se posaban sobre la madera, eran encarceladas. No se explicaban cómo podía ocurrir.  Muchas se dejaban atrapar como si fueran moscas. Otras se asustaban y no volvían. Una a una, fueron cayendo en la trampa. Pasada una hora, cada vaso era un auténtico avispero.

No le extrañó a Roberto mirar la mesa de madera, y ver a sus amigos dibujar la v de victoria. Se dirigió hacia las piedras y miró en dirección al cielo. No le sorprendió tampoco encontrar allí nubes con forma de avispa, vaso o arenque, lo mismo que había dejado en la mesa de madera. José afirmaba que puede existir una dependencia entre los sueños de la gente y las nubes, pero Roberto no lo creía así. Admitía cierta relación solamente. Cada cosa en su sitio.

A Roberto le interesaban las cosas de la tierra, y conseguir madera. “Podría llevarme la mesa”.-dijo. “Pero necesitaría alas para transportarla”.